domingo, 22 de enero de 2012

LA MARCA DE BALOR

Se sintió estúpido en el mismo instante en que vio el tatuaje por primera vez. Por supuesto, estúpido por no haberlo notado antes. Tantas veces había visto su cuerpo desnudo y se jactaba de conocerlo palmo a palmo, cada forma, cada temperatura, cada color y cada sabor en su más mínimo detalle; y ahora, seis meses después de que lo abominable los había separado, venía a notar ese tatuaje.
        Era pequeño y discreto, había que concederlo, pero ahora que lo tenía enfrente resaltaba como una mancha de hollín en un muro blanco. Ni siquiera le hizo falta examinar los trazos con detenimiento para que se diera cuenta de que era un dibujo bien conocido por él.
        Sabía que era normal no poder dejar de pensar en ella después de una relación tan intensa, tan profunda y desenfrenada; pero ya había sido demasiado. Cada noche ella reptaba sigilosamente en sus sueños, se escabullía para dominar su mente e infectarla con la horrorosa alegría de tenerla junto y poseerla.
        Pero sabía que en realidad no era así. No era él quien la poseía, sino ella, súcubo terrible, quien se había apoderado de él. Ahora que había visto ese tatuaje, todo cobraba un nuevo sentido: La insistencia de ella por tomar siempre el té, su obsesión por la luna y los gatos, sus conocimientos en metafísica, el hecho de que su aniversario fuera el treinta de abril y las noches de sábado en que se desaparecía sin dejar rastro.
        Pues ese tatuaje era la Marca de Balor, símbolo de una antigua orden de brujas de la que ella, ahora demasiado tarde lo sabía, era miembro; y él, inocentemente guiado por la imprudencia natural de los amantes, le había vendido su alma entre juramentos de amor eterno. Ella era ahora su dueña, ahora y por siempre.
        Fue entonces que entendió que estaba bendito.

martes, 10 de enero de 2012

SUCEDIO EN EL METRO

No sé por qué me sorprendí cuando todo comenzó. Yo había visto claramente a los dos tipos intercambiar palabras un par de minutos antes y, sin duda, habían sido poco amistosos.
        Regresaba a mi casa después de realizar algunas compras de mercancías muy apreciadas por mí en el centro de la ciudad. Me sentía cansado y un tanto fastidiado y recuerdo que me pareció una verdadera fortuna encontrar un asiento disponible en hora pico. Me senté sin reparos, abrí el libro que llevaba conmigo y comencé a leer.
        Al poco tiempo me distraje por un fuerte sonido que escuché frente a mí y que no logré identificar de inmediato. Noté que la gente se había distribuido por el vagón de una forma inusual y, finalmente, caí en cuenta de que habían formado un círculo en torno a la puerta.
        Movido por la curiosidad, me levanté del asiento y observé lo que sucedía por encima del hombro de un señor de chamarra verde: En el centro del círculo se libraba una encarnecida batalla entre un hombre ya maduro, de camisa azul a rayas y pelo cano y ralo en las sienes, y el joven darketto que montaba una inútil guardia en la puerta momentos antes y que, cuando abordé el vagón, me había saludado con inconfundible tufo etílico. La cara de Camisa Azul se hallaba inflamada y sus ojos, saltones ya de por sí, parecía que iban a salírsele de las cuencas de un momento a otro.
         Tan inmerso me encontraba observando la escena que no me percaté de que ambos combatientes, enzarzados en un abrazo férreo, se abalanzaron contra la multitud delante de mí. La multitud sí se percató del hecho y alcanzó a esquivar a los improvisados gladiadores antes de que se produjera un choque, pero yo no; cuando me di cuenta ya me hallaba inmerso en una maraña de patadas y puñetazos, de los cuales recibí algunos que por suerte fueron leves. Apenas había podido reaccionar tratando de proteger mi mercancía recién adquirida y de cubrir mi rostro al mismo tiempo cuando, así de súbito como fui el tercer contrincante de la pelea, fui expulsado de ella, casi por la pura inercia.
        Unos metros más adelante, Camisa Azul y el Darketto Etílico se separaron de su tenaza mortal al perder el equilibrio este último y caer al piso. Camisa Azul, con una agilidad que su apariencia no sugería, se puso de pie y, en cuanto llegamos a la siguiente estación, unos segundos después, accionó la palanca de emergencia y bajó del vagón sin decir “esta boca es mía”.
        Los artículos que compré, por cierto, quedaron aplastados sin remedio.