LA MARCA DE BALOR
Se sintió estúpido en el mismo instante en que vio el tatuaje por primera vez. Por supuesto, estúpido por no haberlo notado antes. Tantas veces había visto su cuerpo desnudo y se jactaba de conocerlo palmo a palmo, cada forma, cada temperatura, cada color y cada sabor en su más mínimo detalle; y ahora, seis meses después de que lo abominable los había separado, venía a notar ese tatuaje.
Era pequeño y discreto, había que concederlo, pero ahora que lo tenía enfrente resaltaba como una mancha de hollín en un muro blanco. Ni siquiera le hizo falta examinar los trazos con detenimiento para que se diera cuenta de que era un dibujo bien conocido por él.
Sabía que era normal no poder dejar de pensar en ella después de una relación tan intensa, tan profunda y desenfrenada; pero ya había sido demasiado. Cada noche ella reptaba sigilosamente en sus sueños, se escabullía para dominar su mente e infectarla con la horrorosa alegría de tenerla junto y poseerla.
Pero sabía que en realidad no era así. No era él quien la poseía, sino ella, súcubo terrible, quien se había apoderado de él. Ahora que había visto ese tatuaje, todo cobraba un nuevo sentido: La insistencia de ella por tomar siempre el té, su obsesión por la luna y los gatos, sus conocimientos en metafísica, el hecho de que su aniversario fuera el treinta de abril y las noches de sábado en que se desaparecía sin dejar rastro.
Pues ese tatuaje era la Marca de Balor, símbolo de una antigua orden de brujas de la que ella, ahora demasiado tarde lo sabía, era miembro; y él, inocentemente guiado por la imprudencia natural de los amantes, le había vendido su alma entre juramentos de amor eterno. Ella era ahora su dueña, ahora y por siempre.
Fue entonces que entendió que estaba bendito.